miércoles, 13 de octubre de 2010

La semilla del suicidio

Esta entrada, es la más importante de entre las dedicadas especialmente a advertir de los peligros que encierran las sectas. Los suicidios colectivos son uno de los mayores peligros que se ocultan en los grupos de trabajo espiritual. Habitualmente se culpa a un líder o a una doctrina de estos desgraciados hechos, sin detenerse a estudiar las causas de por qué sucedieron. Con la sencilla explicación de que se les lavó el cerebro a los miembros de la secta, que acabaron suicidándose, ya se pretende justificar la tragedia. De esta sencilla forma consentimos en dar por comprendidos unos hechos que son mucho más complejos de lo que creemos.

La primera causa de suicidio no hemos de buscarla en nada extraordinario. Como ya hemos comentado en otros capítulos, la mayoría de las sectas o de caminos espirituales fanatizados ya inducen a menospreciar la vida e incluso a dañarla. Recordemos los virtuosos actos mortificadores de su cuerpo que los místicos talibanes tiene por costumbre llevar a cabo, y el anhelado martirio que muchos de ellos ansían.

No deberíamos subestimar esta enorme atracción que muchas de las sectas experimentan hacia la autodestrucción. La dura represión de las pasiones del cuerpo, como medio para alcanzar las virtudes espirituales, puede llevar a anular totalmente la vitalidad de nuestro organismo. El síndrome del martirio en Occidente viene impulsado por el anhelo imitador de nuestro más importante maestro espiritual. Existe una especie de sed por conseguir la expiación al estilo más puro. Y como ahora los sistemas policiales de los países desarrollados no crucifican, como hace dos mil años a los revolucionarios religiosos o políticos, las personas que intentan revivir aquellos gloriosos tiempos no dudan en crucificarse a sí mismas.

La creencia de que no somos de este mundo incita a despreciar esta vida y a valorar la vida de otro plano virtual espiritual. Muchas personas de cierta sensibilidad espiritual sienten que no son de este mundo, y ese sentir puede acabar en el deseo de abandonar su vida.

Sabemos que los miembros de las sectas tienen otra visión de la realidad diferente a la nuestra, ellos viven en su mundo particular, celestial; y la realidad en la que vivimos nosotros, en muchos casos, se les antoja temible, demoniaca. Esta sola creencia ya crea un suicidio virtual, un negarse a vivir en este mundo y a disfrutarlo, un cambiar la vida de aquí por la de allí, por la del más allá. Muchos sectarios religiosos fijan su vida tan obsesivamente en su mundo espiritual, y aborrecen tanto éste, que solamente necesitan una pequeña excusa para abandonar nuestro mundo con la esperanza de alcanzar así el suyo.

Es habitual que un sectario nos hable de su vida feliz actual y de la mala vida que llevaba antes de entrar en la secta. El efecto terapéutico de la atmósfera sagrada le resultó tan efectivo que ya no sabe vivir sin él, de tal forma que puede llegar a sentir pánico cuando vislumbra la posibilidad de volver a vivir su enfermizo o doloroso pasado. El sectario prefiere irse a su paraíso particular virtual del más allá antes que ser absorbido por el mundo, antes que volver a su dolorosa vida anterior.

La drogadicción mística también es una de las semillas que pueden ayudar a provocar un suicidio colectivo. La felicidad que se puede experimentar inducida por ella es en cierta forma semejante a la que experimenta el drogadicto. Y la idea de que en el otro mundo habrá mucho más polvo blanco celestial, muchos más elixires divinos arrebatadores, fascina a los miembros de estos grupos de catadores de sustancias espirituales. Muchos de los adictos a las drogas espirituales no pueden evitar anhelar irse de aquí, donde tan racionadas tememos las drogas divinas, y desear una muerte que les llevará a un soñado paraíso embriagador lleno del polvo blanco de los dioses.

Y no olvidemos que todo esto se vive en una ardorosa confraternidad. Los sectarios están muy unidos. Su amor fraterno les une en sus aspiraciones. La esperanza de alcanzar el glorioso más allá suele ser compartida por el grupo. Y si alguno de sus miembros puede no estar de acuerdo con ese anhelo de irse al más allá, si la mayoría del grupo y su líder están de acuerdo, o sale corriendo de su amoroso hogar sectario, o correrá el riesgo de ser arrastrado por la mayoría animada a abandonar este mundo para iniciar su glorioso viaje final.

Es aconsejable, para todo aquel que ha decidido pasearse por el interior de las sectas, permanecer alerta en cuanto oiga alabanzas a favor de un paraíso que exige abandonar el mundo para alcanzarlo. Si no se comienza desde un principio retirando de nuestro huerto las abundantes semillas de suicidio que las ideologías sectarias pueden arrojar sobre él, correremos el riesgo de que acabe brotando un seductor instinto de abandonar este mundo o de maltratar nuestro cuerpo, con la “sana” intención prometedora de conseguir así la soñada vida gloriosa de nuestra alma. Si no actuamos desde un principio censurando todo pensamiento que atente contra nuestra alegría de vivir en este mundo o contra nuestra vitalidad corporal, podríamos algún día sin darnos cuenta encontrarnos al borde del suicidio.

Aunque los suicidios colectivos en las sectas no se produzcan en número alarmante, me atrevería a asegurar que sí es alarmante el número de las que se encuentran al borde del suicidio colectivo por haber sido seducidas por ideologías religiosas represoras del vivir en este mundo. Esto es algo que siempre se ha de tener en cuenta, sobre todo cuando los poderes de nuestra sociedad les amenacen. Una amenaza judicial de disolución de una secta puede provocar tal pánico en el rebaño sectario que todos los corderos pueden acabar en el fondo de ese precipicio de muerte en cuyo borde se encuentran. No podemos amenazar a los miembros de una secta con privarles brutalmente de vivir sus glorias sectarias. Los gobiernos y sus departamentos policiales han de ser sumamente cuidadosos a la hora de tratar estos grupos o asociaciones. Una pequeña muestra de agresividad hacia ellas puede desencadenar un suicidio colectivo. El mundo es uno de sus mayores enemigos, sus miembros le tienen pavor. Los sectarios viven en su realidad virtual particular, alejados de una sociedad que tanto les persiguió y les martirizó a lo largo de la Historia. Un temor en cierta medida justificado, pues persecuciones de sectas en el pasado fueron pavorosas. No es de extrañar que se sientan temerosos de que los poderes mundanos puedan acabar con ellos o robarles sus glorias. No conviene bajar la guardia ante el pánico autodestructivo que podemos generar en una secta con una sencilla redada policial; ésta podría ser interpretada como un ataque del demoniaco mundo que tanto temen, o como un final apocalíptico. Podría desencadenarse tal pánico en el seno de la secta, que les llevaría tomar la decisión de emprender un suicidio colectivo antes de caer en las garras de los terribles poderes mundanos que prevalecen en sus calenturientas imaginaciones.

Poderes que, aunque no sean tan demoniacos como los presentan, en cierta manera existen. Pues, si bien es cierto que en la actualidad los sistemas policiales de los países desarrollados están siendo tan benevolentes con las sectas como nunca lo han sido, hemos de reconocer que la distribución del poder religioso no es ni equitativo ni democrático. Raro es el país Occidental que no permite a su religión oficial erigirse como la gobernadora del espíritu de sus ciudadanos, concediéndole unos privilegios sociales que suelen ser utilizados en contra de las diminutas sectas discrepantes con ella. Si realizamos un análisis comparativo entre lo que la justicia social permite a las religiones oficiales y a las sectas, observaremos que a las sectas se les da mucho menos margen de libertades que a las religiones oficiales. Los rituales que atentan contra la salud mental o física de los individuos son consentidos por la sociedad cuando se producen en el seno de las religiones oficiales, y reprimidos judicialmente cuando se producen en el seno de las sectas. Un ejemplo de ello lo tenemos en los monasterios de clausura de las religiones oficiales: si a una secta se le ocurriera actuar de manera similar con sus acólitos, la policía no tardaría en “liberarlos” de tan maléfico lavado que cerebro que les estaba obligando a encerrarse hasta el final de sus días. Sería tan grande el escándalo, y las denuncias de las familias que tuvieran a algunos de sus miembros encerrados en clausura serían tan numerosas, que toda la sociedad induciría a los jueces a disolver a toda la secta.

Es evidente que la clausura impuesta es otra de las importantes semillas del suicidio colectivo. Es un importante paso hacia la muerte, es un abandonar las pasionales pulsaciones de la vida, es una forma de enterrarse en vida anticipadamente. Es otra forma de dejarse llevar por el instinto de muerte, pues tras todas estas semillas del suicidio colectivo de las que estamos hablando subyace el instinto de muerte. Tenebrosa fuerza destructiva que motiva muy a menudo gran parte de las movidas de los mundos espirituales, mucho más a menudo de lo que se piensa. No podría ser de otra manera: si las movidas espirituales son impulsadas por nuestras pulsaciones psicológicas, el poderoso instinto de muerte tendrá que ser un importante protagonista en todas las realidades virtuales espirituales. Cualquier persona que no tenga intención de ser atraída por la muerte antes de llegar a la vejez, y tenga intención de estudiar en cualquier escuela esotérica, espiritual o religiosa, habrá de estar muy alerta para no caer antes de tiempo en un morir místico que le lleve a la tumba.

Existe una importante creencia, muy arraigada en muchas sectas, que nos asegura la necesidad de sufrir una metamorfosis para alcanzar un auténtico cambio interior. Esta metamorfosis se basa en la premisa de que el nacimiento del hombre nuevo nunca podrá experimentarse en uno mismo si no muere nuestro hombre viejo, animal para más señas. Esta creencia supone la necesidad de matar a nuestro pernicioso ancestro, de llevarlo a la muerte anulando sus impulsos vitales. Es la virtuosa matanza de los vicios, de las pasiones animales, de todo aquello que nos estorba en nuestro caminar espiritual. Aspectos perniciosos que varían considerablemente según unas creencias u otras, de tal forma que si una persona conoce varias de estas doctrinas asesinas del mal que llevamos dentro, al final no sabrá muy bien qué será lo que deberá de matar de su interior, pues unas doctrinas le dirán que entierre unos aspectos psicológicos y otras le dirán que entierre otros. Y éste será un buen momento, en mi opinión, para dejarse en paz y no emprender la matanza de aquellos de nuestros aspectos psicológicos no recomendables por las diferentes vías espirituales, pues lo más probable que nos pueda suceder, si emprendemos cualquier tipo de morir místico que nos promete renacer de nuestras cenizas, como el ave Fénix, será que, al final, en vez de provocarnos un renacimiento revitalizador, muy a menudo nos provocará un envejecimiento prematuro, consecuencia de haber potenciado el instinto de muerte con nuestra aptitud castradora de nuestro impulsos vitales. ¿Cuántos jóvenes místicos parecen cadáveres andantes?

El fuerte instinto de muerte, que toda forma de vida conlleva, termina por manifestarse de una forma o de otra en los ambientes espirituales, ya sea como instinto autodestructor o destructor a través de la violencia hacia el prójimo. Probablemente muchas personas no estén de acuerdo en meter en el mismo saco el suicidio y el asesinato, como consecuencias de un mismo instinto, ya que nuestra cultura los diferencia notablemente. Pero en muchas ocasiones se encuentran tan mezclados que es imposible distinguir uno de otro. Por ejemplo: una persona decide suicidarse dejando abierta la llave del gas, y a causa de ello se produce una explosión que mata a varios vecinos. ¿Se trata de un suicidio o de un asesinato? Un padre mata a sus hijos en un accidente por conducir ebrio. ¿Suicidio o asesinato?

En muchos casos de suicidios colectivos de sectas es muy difícil deducir si se trata también de un asesinato, pues en ocasiones hay niños entre las victimas de la masacre, incapaces con toda seguridad de elegir el suicidio por sí mismos. Y, como en los dos ejemplo anteriores, es muy difícil prevenirlos. Aunque nosotros vamos a seguir intentándolo.

Sabemos que para llegar al suicidio colectivo, la pulsación psicológica de muerte tiene que tomar el control del grupo muy directamente. Y, en el caso de sectas que reciban mensajes del más allá, serán esos mensajes precisamente quienes los lleven a la muerte. El poderoso instinto de muerte puede hablar a través de las voces del más allá, encarnarse en los dioses o entidades espirituales e inducir al grupo al suicidio.

Como ya vimos en el capítulo anterior, los mensajes apocalípticos están impregnados del instinto de muerte, de un negativismo mortal, de violencia y de tenebrosos augurios, y de un paraíso que obliga a fallecer a todo aquel que desee llegar a él.

Muchas de las modernas profecías apocalípticas que se generan en las sectas no vaticinan nada bueno para todo aquel que se quede aquí en la tierra. Esto ya induce a desear abandonar este mundo. Incluso algunas de ellas aseguran que el apocalipsis ya ha comenzado, la contaminación galopante del planeta es su síntoma, por lo que la estancia en la tierra es garantía de sufrimiento. Pavorosa idea que incita a buscar mundos mejores más allá de la muerte.

Toda esta tétrica ideología doctrinal está avalada por los mensajes recibidos del más allá. Esa bendita voz que habla al grupo a diario puede asegurar que en el otro mundo les esperan todo tipo de dichas, y que la permanencia en este mundo ya no tiene razón de ser. De esta forma el suicidio colectivo tiene un alto porcentaje de probabilidades de llegar a ser una realidad.

Esto puede no resultar creíble para quienes no han vivido en un ambiente sectario con mensajes recibidos del más allá incluidos. Más insisto en el elevado grado de realidad con que se vive en estos grupos todos estos acontecimientos, por muy extraños que puedan resultar a quienes no los han vivido. Los personajes del más allá que hablan con ellos son deidades muy entrañables para estos grupos, su existencia se considera más real que la de los mismos componentes del grupo. Eternas y sabias divinidades que guían las vidas de los miembros sectarios, aunque el sentido común de alguno de los sectarios discrepe con las directrices recibidas del cielo. Pero, claro está, la ignorancia del miserable ser humano no puede nunca equipararse con esos seres divinos que se dignan a hablarnos transmitiéndonos su infinita sabiduría...

Espero que se entienda la enorme seducción que las voces del más allá ejercen sobre el grupo que las escucha. Una hechizo que puede inducir al suicidio. Incluso existe una seducción emocional: esos personajes celestiales no solamente son venerados por su sabiduría, sino que también son amados.

Existe un anhelo de conocer al ser amado, al ser adorado y admirado, y podemos desear morir cuando creemos que lo veremos después de muertos. Algo semejante sucedió en el espiritismo: fueron muchas las personas que buscaron comunicarse con su persona amada fallecida recurriendo a las sesiones espiritistas que se comunicaban con el mundo de los muertos. Y fueron muchas las personas, que después de ser convencidas de que su ser más querido continuaba viviendo en el más allá, desearon morir para unirse a él, o incluso se suicidaron para llevar a cabo su deseo. Estos estados emocionales convierten el suicidio en una gozosa decisión, al estilo de aquellos grandes amantes, que, después de fallecer uno de ellos, el otro decide irse tras él quitándose la vida. La muerte en estas circunstancias resulta una gozosa atracción. El ser querido llamándonos desde el más allá puede inducirnos a desear la muerte e incluso a provocárnosla.

Todos estos aspectos suicidas de los que estamos hablando son las semillas que pueden hacer brotar el suicidio en una colectividad. Las modernas religiones extraterrestres no se libran de estas mortales y viejas semillas que llevan matando personas durante milenios. Tras los modernos mensajes extraterrestres también se oculta el viejo instinto de muerte terrestre. Las voces de los sabios extraterrestres invitan a menudo a “viajar” a sus acólitos a sus divinos planetas. Pero como las naves que deberían de venir a recogerlos brillan por su ausencia, excepto en las realidades virtuales espirituales extraterrestres, los sabios humanoides del más allá pueden llegar a inducir a quitarse la vida a un grupo de humanos para llevarlo en sus naves virtuales, a través de la dimensión de los muertos, al mundo extraterrestre de no sé qué vivos.

Conviene anotar que todos estos hechos suicidas no suceden de la noche a la mañana. Para que una voz del más allá se gane la confianza de un grupo serán necesario años de relacionarse con él demostrando su sabiduría, su espiritualidad y su innegable capacidad para dirigir sus vidas. Repito que las voces del más allá no tienen un pelo de tontas, surgen de los niveles más profundos de nuestra inteligencia. El grupo se identifica inmediatamente con ellas, reconoce su poder de conocimiento; algo obvio, pues surge de ellos mismos. La belleza de sus mensajes puede ser tan extraordinaria que difícilmente puede considerarse una creación humana, es más fácil pensar que se trata de un mensaje divino. Las voces se convierten en los maestros espirituales de los grupos que las reciben, donde nadie sospecha que tras ellas se esconde la muerte.
Tras el personaje que nos habla del más allá, sea quien sea, se oculta nuestro lado oscuro, nuestra mente, nuestros instintos, de vida y de muerte. El personaje que nos habla del más allá es un disfraz, un muñeco virtual creado por nuestra mente para escenificar nuestros impulsos interiores, los más sublimes, y los más infernales.

En las sectas de la línea blanca no gustan de tener contacto con el diablo, personaje ideal para que nos hable de nuestro lado oscuro. De esta forma se intenta tener alejados a todos los males, pero, aunque el grupo religioso no se hable con el diablo, los males hablarán de todas formas. El mal está dentro del ser humano, y, cuando escuchamos mensajes del más allá, ya hemos dicho que son producto de la mente de los de aquí. Mensajes de nuestra mente personificados en uno o en otro personaje, que, por muy santos que sean, hablará a través de ellos el instinto de muerte, con todo su poder de seducción, de atracción por poner fin a la vida. Repito: no es el personaje quien nos habla, por muy entrañable que sea, es nuestra mente profunda, con toda su gloria de vida y con toda su terrible muerte. Incluso puede ser dios mismo quien hable a sus devotos. Una gloriosa comunicación celestial que puede llevarnos al más allá en el momento en que la divina voz nos empiece a insinuar que no hacemos nada aquí.

Todos aquellos grupos que estén recibiendo mensajes del más allá harán muy bien en permanecer alerta. El instinto de muerte, por ahora, en nuestra humanidad, es mucho más fuerte que lo que habitualmente nos creemos. Nuestras sublimes deidades o entidades espirituales que nos hablan cada día, por muy creadoras de vida que se anuncien, acabarán tarde o temprano llevándonos a la muerte. Por ello conviene estar lúcidos en todo momento en nuestro pasear por las sectas, para que, cuando la muerte nos hable disfrazada de vida celestial, no nos pille desprevenidos y no nos dejemos arrastrar por ella, y recordemos que sencillamente es eso: muerte.

Otro autoproclamado "profeta de Dios" cuanta semajanza con Joao Cla y sus Heraldos

El nombre de Waco y el de un rancho próximo llamado por sus ocupantes Monte Carmelo pasaron del más absoluto incógnito a ser noticia con motivo del asedio y posterior destrucción de unas paredes entre las que aguantaban el cerco David Koresh y sus seguidores, los davidianos, del que éste se había autoproclamado líder espiritual. Era el 19 de abril de 1993 cuando, tras casi dos meses de conminación a la rendición (exactamente 51 días), las tanquetas del FBI entraron en el citado rancho ubicado cerca de Waco (Texas). Tras los agentes, otro «ejército» tan numeroso como el de aquellos: los periodistas que captaban con sus cámaras (más de un centenar) el horrendo y dantesco paisaje después de la batalla.

David Koresh Yaweh se llamaba realmente Vernon Wayne Howele y era uno de los numerosos predicadores generalmente apocalípticos que en Estados Unidos aterrorizan a sus seguidores con toda clase de calamidades individuales y colectivas a no ser, claro, que les sigan a ellos en la fórmula única (única de cada uno de estos cientos de engañabobos) para formar parte de un restringido grupo que, cuando toda la humanidad perezca, logrará salvarse. En el caso de Koresh, y como en tantos casos similares, todo se reducía a un fundamentalismo cristiano que ni siquiera interpretó los pasajes más oscuros de la Biblia sino que, por el contrario, los siguió al pie de la letra. Ya desde sus tiempos de estudiante en Houston, Vernon Wayne, que era un mal estudiante, provocó —y quiso compensar aquella carencia— a sus profesores con la memorización de todos los textos bíblicos.

Pues bien, siendo ya el líder de los davidianos se había metido entre pecho y espalda el Libro de las Revelaciones, y como otro burdo «mesías» más salido de los histerismos de una sociedad enferma (realmente estaba convencido de ser la nueva reencarnación de Jesucristo), anunciaba todo un panorama de final inmediato con tétricos tintes de castigo divino, invitando a la gente a que se salvara siguiendo su camino.

La secta de los davidianos se basaba en un fundamentalismo cristiano que anunciaba el Apocalipsis

Koresh había llegado a dirigir su secta a través del matrimonio con Rachel Jones (14 años), hija de uno de los dirigentes de la misma y al que arrinconó enseguida, sustituyéndolo en la cima jerárquica. De todas partes llegaban nuevos adeptos ganados por la persuasiva doctrina de un David Koresh que, al fin y al cabo miembro de una sociedad como la estadounidense, estaba armado hasta los dientes dentro de lo que sería su gran mausoleo en Waco. Previamente había efectuado compras de armas por valor de más de 250.000 dólares, según él para estar preparados llegado el momento del acoso del «Mal».


David Koresh con su mujer Rachel y sus dos hijos

En vísperas de la tragedia, y en el que sería su último refugio, Koresh había reunido junto a él a numerosos adultos pero también a un buen número de niños, y con unos y otros, se dispuso a convertir en un fortín inexpugnable el rancho Monte Carmelo. El primer encontronazo había tenido lugar el 28 de febrero, cuando las autoridades, tardíamente preocupadas por el cariz que tomaba el asunto, decidieron pasar a la acción, acusando a los davidianos de tenencia masiva de armas y de abusos sexuales para con los niños que mantenían a su lado. Recibidos a tiros, los agentes contestaron de igual manera, produciéndose entonces un primer balance de cuatro agentes muertos y una decena de sectarios abatidos. La cuenta atrás empezaría a ponerse en marcha desde aquel día premonitorio.

Las túnicas anaranjadas que vestían sus seguidores serían, durante los siguientes 51 días, blancos perfectos para los prismáticos de los que los cercaban, y también, para efectuar los primeros disparos, que al final acabarían siendo continuos, y que eran respondidos por los asediados utilizando el arsenal que guardaban entre aquellas paredes. Durante esos largos días, murieron miembros de los federales y también de los davidianos, en un goteo de víctimas que preparaba la gran hoguera final. De vez en cuando se conseguía un alto el fuego para una nueva mediación que diera lugar a una salida airosa al conflicto, sin resultado alguno. Pero los asaltantes no sólo utilizaban las armas mortíferas reales (sin hacer ascos, por cierto, a la utilización de gases prohibidos por todas las legislaciones y que eran arrojados al interior del rancho), sino que recurrieron a una guerra sucia. Para ello no dudaron en, por ejemplo, cortarles la luz, el agua y la llegada de alimentos, al tiempo que, llegada la noche, potentes reflectores barrían las ventanas del rancho, para impedir el más mínimo descanso de los sitiados. Como guinda de aquella batalla terrible, potentes altavoces difundían música rockera a todo volumen. Pero junto a esta parafernalia sicodélica y enloquecedora, algo se echaba de menos. Algo, teóricamente, muy importante: la presencia allí de bomberos y ambulancias, necesarios siempre en una situación a punto de estallar. Unos y otras eran invisibles incluso en los tensos momentos que precedieron al final.

Los davidianos fueron asediados por los federales, produciéndose bajas en ambos bandos

Dicho final tuvo lugar el día 19 de abril cuando, a las 5,30 horas, los tanques del FBI decidieron atacar definitivamente. Cuando los asaltantes lograron abrirse camino por entre las llamas que ya consumían el edificio del rancho, ante su vista aparecieron confundidos y mezclados los cuerpos carbonizados de la mayoría de los seguidores de Koresh, incluido este mismo, que presentaba un solo disparo en la frente. El apocalipsis próximo profetizado por el perturbado Vernon Wayne había llegado por fin para él y los suyos, y era ya una terrible y humeante realidad para buena parte de los que tuvieron la debilidad de creerlo.

El balance final de muertos dentro de Monte Carmelo fue de 69 adultos y 17 menores, todos calcinados. La versión oficial de la policía hablaría de que fueron los mismos davidianos los que provocaron el incendio en un aquelarre de suicidio colectivo. Otras fuentes se refirieron, por el contrario, a vuelcos de las tanquetas federales que habrían provocado la inflamación del queroseno y, a su vez, habrían trasladado las llamas al interior del rancho. De cualquier forma, la tragedia había finalizado y Waco sería ya, en el futuro, un nombre de referencia macabro y maldito. Es una población, por cierto, predestinada a sufrir algo parecido teniendo en cuenta los datos de que, para 90.000 habitantes, había 18 armerías y 200 iglesias.

El peligro de las Sectas Mesianicas y sus "Profetas"

Jim Jones Fundador de la secta Templo del Pueblo

Entre los criminales más peligrosos se encuentra muchas veces auténticos líderes de movimientos seudo religiosos caracterizados por su extremismo su mesianismo. Aunque siempre han existido, los convulsos tiempos que, en el último siglo, vivió e mundo frieron terreno abonado para la proliferación de estos «salvadores» de cuerpos y almas que, a la postre, lo único que ponían a salvo eran unos ingresos cuantiosos.

Y menos mal si la cosa se quedaba en eso: latrocinio puro y duro a través de la compra obligada para los adeptos de las publicaciones del santón de turno, de objetos variados con la simbología de la secta, etcétera. Aunque en todas partes suceden hechos de este tipo, en el mundo anglosajón y sobre todo en Estados Unidos, estos locos de atar que están convencidos de ser enviados del «Altísimo» son legión. Son tantos que sólo cuando alguno provoca una tragedia de características dantescas logra acaparar las primeras planas de la actualidad.

Unos 900 seguidores del Templo del Pueblo se quitaron la vida como protesta en un suicidio colectivo

Jim Jones, fundador y guía del Templo del Pueblo, lo consiguió con creces un día de noviembre de 1978 al proponer (y obligar) a todos sus seguidores reunidos en Jonestown (Guyana) un suicidio colectivo como protesta a la visita del congresista Leo Ryan. Sus seguidores se habían dirigido al campamento ante las innumerables denuncias que se habían recibido por las extravagancias y peligros de que hacía gala su iluminado dirigente. A la llegada de Rvan, Jones y los suyos empezaron a gritar contra su presencia para, después, alentar a sus seguidores a expulsarlo de allí y, ya en pleno paroxismo colectivo, conseguir un imprevisto linchamiento de Ryan y cuatro de sus acompañantes.

Es entonces, con los cuerpos desfigurados y todavía calientes de los visitantes y, sin duda, sabiendo lo que le esperaba, cuando Jim Jones propuso (más bien ordenó) que todos se entregaran a la muerte en un gran ritual final. Estos, en bloque, aceptaron (eran unos 900) y, tras preparar mezclas letales de diversas bebidas, que ingirieron ceremoniosamente, fueron muriendo sin remisión. Cuando llegó la policía, aquello era un inmenso cementerio al aire libre en el que había cuerpo amontonados uno sobre otros.

Ante la persecución de las autoridades norteamericanas, Jones trasladó su Templo del Pueblo a la paradisíaca Guyana

Jones había fundado su Templo del Pueblo el año 1956 en Indianápolis (Estados Unidos). Muy pronto vio engordadas las listas de adeptos, compuestas en su mayoría por marginados, desequilibrados y gentes de toda clase y condición, con la presencia de muchos individuos de raza negra.

En 1965 se trasladaron a California, cuando los que acudieron a la llamada del iluminado eran ya miles y el negocio prosperó de forma imparable. Todos y cada uno de los que fueron admitidos debían entregar sus pertenencias materiales a la comunidad (o sea, a Jones). Ante el panorama de persecución que estaban sufriendo en su propio país, en 1977 hicieron su última mudanza a la paradisíaca Guyana, lugar donde pensaban que iban a encontrarse lo bastante alejados de molestas inspecciones.

Al menos así de contentos vivieron hasta que les fue comunicada la próxima visita de una comisión del Congreso. Lo que ocurrió después ya ha quedado descrito unas líneas más arriba, además de que fue noticia en primera página en todos los periódicos del planeta. Fue un gran impacto, que sirvió para inspirar otros suicidios colectivos en otras partes del mundo.